Una de las experiencias más gratificantes para mí, como organizadora profesional, es poder ayudar en procesos difíciles a personas que lo necesitan.
En el año 2002 después de la muerte de un profesor al que yo quería y admiraba mucho, tuve la oportunidad de ayudarle a su mujer e hijos a organizar parte de sus pertenencias y espacios.
Él era un renombrado profesor universitario, por lo que le ayudé a su familia a cerrar (vaciar) su oficina de la Universidad y también a reestructurar el escritorio de su casa.
Ambos procesos fueron extremadamente agotadores no sólo por el tremendo dolor que su rápida e inesperada muerte había producido en todos nosotros, sino también por el gran contenido emocional y la gran cantidad de recuerdos que muchos de los libros, documentos y objetos tenían. La organización se nos hizo aún más difícil porque tratamos de imaginar a quién le hubiera gustado a él que se entregaran cada uno de ellos.
Decidir qué botar, qué guardar, qué donar a caridad, qué regalar a personas que trabajaban con él y que pudieran beneficiarse de cierta investigación y/o datos, era el principal desafío que enfrentaba su familia. Yo, enfrentaba el desafío de ayudarlos a seguir adelante sin él, ofreciéndoles una visión menos subjetiva para tomar sus decisiones.
El qué pasa después que una persona muere, es un proceso al que yo nunca me había enfrentado y muchos menos preguntado. De alguna manera, el sol sigue saliendo todos los días obligándonos a levantarnos aún cuando no lo queramos. Por otra, la vida nos sigue regalando la posibilidad de llenar ese vacío de maneras inesperadas que nos invitan al cambio.
La muerte del Profesor y el haber ayudado a su familia a reorganizar su vida sin él, ha sido una de las experiencias más sensibles de mi vida. Me siento extremadamente honrada y afortunada de que ellos me hayan dejado participar de eso.
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